viernes, 11 de octubre de 2013

Juego de espejos



Todo es un juego entre realidad y ficción. La una se funde en la otra delimitándose en su condición informe. Mientras ellos, desde la otra cara de la moneda, se divierten, tratan de abrillantar su imagen personal, promulgando ese arte alcanzable a cualquiera, como puro artificio para abrillantar lo que no reluce. Ocultan su naturaleza auténtica y se perfuman de la idea deseada y el deseo ideal de un subjuntivo lejano. Formulan verdades que no poseen, pues las palabras son grafías  y ruido para el sujeto que desvirtúa. Razones que hablan y escriben sin razón, como reflejo paradójico de una locura en apariencia cuerda. Nos engañan, o nos creen engañar o creemos engañarnos de que nos engañan…

Como antídoto, el silencio. Sí, los silencios. Tan armoniosos, puros, virginales, suaves, trasparentes, expresivos... Los que experimentamos cuando la ausencia de sonido se vuelve necesaria. Tan musicales unas veces y tan incómodos otras. Admiro los melódicos, esos que se traducen como felicidad y amor, que ocultan un sentimiento tan exquisito que se niegan a  limitar con palabras. O los inmensos, los que compartimos con esas personas capaces de regalarnos la paz y calma de una pieza musical sólo con su presencia. O esos que se intercalan en la sucesión de unos besos ascendentes, confluyendo en la unión de dos almas; como la sucesión de notas que acomoda un pentagrama. O esos que, simplemente, limitan el sonido de una carcajada y persisten hasta el inicio de otra. O aquellos que son la guarnición de una partitura de miradas que van más allá de todo y más allá de nadie, que nadan en la ambigüedad.


 Ante la devaluación de las palabras, la virtud de los silencios.

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