Fue
una noche rosada y distinta. Una de esas en que las agujas del reloj avanzan tajantemente hacia un sentido y las
pasiones del alma se rebelan hacia el otro. Una noche azucarada, con sabor a
tequila, sal y limón. Se conocieron bebiendo entre contradicciones, embriagados
por esa música que desnuda los gestos y confunde las miradas; entre acordes de
verdades disfrazadas y deseos camuflados al son de unos gestos poco inocentes.
Desde
el principio detectaron la conexión que les unía cada vez que una mirada lograba penetrar en el interior del otro, comprendiéndose sin
hablarse, descubriendo distraídamente como todo a su alrededor desaparecía, se alejaba y únicamente quedaban ellos entre una multitud inexistente, flotando en esa isla remota a la que la corriente de un mar de sucesos les había llevado; una isla desconocida donde empezaba a asomarse un sol intenso y radiante que les acogía e iluminaba mientras ellos, sorprendidos, se dejaban poseer por él sin etiquetar ni cronometrar el instante, solo disfrutando y navegando a la deriva de las emociones que experimentaban con él.
Hubo ratos en los que hablaron, con palabras minúsculas y estereotipadas que sus ojos desnudaron. Jugaban
a perderse en promesas lejanas que, sin querer, destapaban el destino, extasiados por la
sensación de reconocerse ante lo desconocido. Se encontraron en esa línea que une y separa la
fantasía de la realidad, al borde de una quimera de utopías que empezaba a
echar raíces en el seno de dos corazones confusos.
Se dejaron llevar,
construyendo sueños con las manos y recitando poemas con la mirada, buscando caricias
entre sonrisas y reconociéndose sin palabras. Pintaron felicidad y se empaparon
de ella, degustando el dulce sabor de una noche que permanecería eternamente en sus memorias.
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