miércoles, 18 de abril de 2012

La sabiduría del tiempo


Algunas cosas solo se entienden con el tiempo. Primero, fue el abrir los ojos; descubrir que siempre había apostado por locales caros, adoraba el buen servicio y el placer de los orgasmos culinarios, prefería la delicadeza de tomar el té en tazas de porcelana, el lujo de subministrarse dosis de alegría en cristal de swarovski. Codicioso de placeres efímeros, en pequeñas cantidades, fugaces y dispersos. Le encantaban los cócteles de clase alta: sentimientos gélidos mezclados con sonrisas arcaicas y unos cuantos gramos de zalamería, artillería de la buena para sucumbir a esa élite aristócrata, el carnaval perenne al que nunca se debe asistir sin máscara. Se encargaba de preparar los canapés; apostaba por lo clásico, puesto que era lo eterno, sin olvidar un toque de actualidad para no levantar sospechas. Un aficionado a los banquetes que no resultaba ser plato de buen gusto para nadie, con la inocencia etiquetada en el gesto y la picardía escrita en el alma. De tanto jugar a las apariencias tenía el guion interiorizado. Era una mirada hermética con un corazón envasado al vacío refugiado en una coraza de acero.
Un alma cruda recubierta de forma corpórea con vestimenta ostentosa, como sus intenciones, pero con un interior de humo, un suspiro hecho de aire, de anhelo improductivo. Un vaho frío y húmedo que calaba los huesos, evaporándose en el abismo del retumbar de unas palabras vacías pronunciadas sin ton ni son. Siempre merodeando en el limbo entre un “quizás” venidero y un “adiós” incurable. Ilusiones aterciopeladas que son ficciones de realidad en clave. Era la niebla que cubre el corazón de la ciudad impidiendo el goce de sus vistas.
Lo arrojé a ese almacén interno repleto de delicias empaquetadas con acuse de recibo pero sin fecha de caducidad. Me fumé el enigma de su recuerdo, quería reducirlo a cenizas, a polvo, a nada. Cuando decidió seguir andando, sus pasos no encontraron el impulso. Estaba solo, esposado a la cárcel del tiempo;  había perdido la llave de la felicidad, y ésta, se le escapaba entre los dedos.

martes, 10 de abril de 2012

El desencanto de la calabaza


Érase una vez un reino de faldas cortas, manos largas y amores con los días contados. Un país codicioso de estereotipos; A las doce, unas campanadas no anuncian la hora de vuelta, sino la partida hacia la noche. A los doce, se pierde la inocencia, gentiles cenicientas juegan sus mejores cartas e inician su pueril partida hacia horizontes perniciosos para tales primaveras. Ya no se pierden zapatos, se pierde una misma, succionando con cañas licores, alcoholes de éxtasis efímero, seducidas por deleitosos aromas que embriagan y difuminan el sentido común, borrando principios, saltando a finales, quedando desnudas de vergüenza pero vestidas de morbo con la consciencia anulada y la falda arremangada. Viciosos con palabras engominadas y repeinadas se relamen con la escena al acecho de su próxima presa. Lagunas de desenfreno que confluyen  al amanecer,  donde despiertan, sin ropa, en unos brazos extraños, que se sirven de su pureza, poseedores del fruto del jardín prohibido al que los deseos instintivos de un semáforo falto de lucidez han cedido el paso. Varitas, polvos mágicos que rompen el hechizo, y acto seguido, desaparecen.

Nubes de sentimientos  se evaporan al despertar colisionando con la realidad de unas miradas apagadas, inútiles y descoordinadas incapaces de evadirse a una dimensión que logre conectarlas. Cual marionetas sucumbidas a vivir mecánicamente, almas dionisíacas programadas por pasiones desalmadas y ocio sin porvenir. Un reino encantado, donde las pueriles cenicientas barren los restos de promesas caducadas, friegan las manchas de esperanzas desangradas  y perfuman los restos de sus corazones descompuestos, es el precio que pagan por ceder a la primera de cambio, por complacer instintos y auto engañarse con lisonjas embusteras que unos buenos oradores disfrazan de especiales. Así es como princesitas de cristal, que se creen de hierro, oxidan sus corazones tratando de conquistar, en vano, a algún lobo en celo.

Cuentos de hadas desdibujados, deformados en el espejo de una realidad cegada por las quimeras de la modernidad, donde la rebeldía de unas almas ingenuas e inexpertas pretende rescribir los clásicos, ignorando que sin la magia del misterio se pierde el encanto.