martes, 15 de enero de 2013

Actos que no envejecen


Los años habían despejado su frente, arrugado su piel, y las horas venideras le mordían sutilmente el alma. El miedo apagaba sus sueños de noche, aunque de día trataba de maquillar la desdicha. Su espíritu era una noche de Diciembre solitaria, su alegría una flor que moría de sed.

Anduvo a la sombra de la muerte, desafiando al vivir y temiendo lo vivido. Cuando andaba solo la oscuridad de sus pasos solía entorpecer su camino. Jamás tendió su mano al azar, por ello, el azar jamás le tuvo en cuenta. Vivía en un mundo de quimeras utópicas que se perdían en un plano de perspectivas cerradas. Su humor, gélido y onírico, le impedía disfrutar de esa realidad ficticia que disfrazaban ojos ajenos. Cerrando puertas a lo desconocido y encarcelado en el conocer, sufría en la prisión del infierno de humo a la que le había sometido su juicio. El desagrado cubría su rostro y sus líneas le descubrían el alma. Los espejos de sus ojos reflejaban insaciables instantes retrospectivos que renegaban de haber sido y se escondían  entre humo y mordaza, fustigándose en la herida del ayer, sin intención de perfumar de olvido el mañana. Por ello, muchos de sus camaradas, que decían estar curados de culpa y anestesiados de espanto, evitaban su mirada. Quizás, porque en ella se hallaba capturada al pormenor la macabra verdad, el oscuro pasado, y temían que el recuerdo pudiera desangrarles el alma.  

En cambio, él moría, por recordar despacio en un mundo que parecía olvidar deprisa. Una noche quiso liberarse y decidió morir, para detener el pesar de los años, que engrandecía la culpa, para aniquilar la maldad y el engaño en el que había hundido su vida.  Nunca logró vivir en paz, incluso el adiós, el aire de su último aliento se mezclaba con el eco insistente de los gritos, de los disparos, de la muerte...