miércoles, 13 de junio de 2012

Cementerio de nombres


Fue al atardecer de su vida; tras haber tenido una auténtica cita consigo misma y mirarse al espejo, pudo ver reflejada una imagen clara y distinta de sí misma. De sus ojos cristalinos brotaron unos sentimientos tan transparentes que  apenas se dio cuenta cuando los hubo traspasado.

Ajena al mundo, se recreó, tranquilamente, en su realidad paralela, mirando a través del espejo; embriagada por el exótico aroma que desprendía el cementerio de tantos nombres olvidados. Se paseó entre la multitud de urnas que poblaban aquel inusitado lugar, distinguiendo, con mirada tardía, la singularidad de unas pocas, que con menguadas semillas, tanto fruto le habían dado. Depositó en ésas algunas flores, para que su recuerdo no dejara de perfumar sus días. Algunas tenían limados los relieves; de otras, camufladas en la sombra, apenas se distinguía inscripción alguna; víctimas del tiempo, o verdugos banales. Las delimitaba una por una con sus refinados dedos, recordando, sintiendo, exprimiendo el polen para fecundar su esencia. Algunas poseían letras en relieve, y con su lectura, el recuerdo de algún nombre evocaba la forma corpórea de un pasajero en vida que, durante unos instantes, tenía el privilegio de navegar a bordo de su melancolía dormida. En otras crecían malas hierbas, autosuficientes, de nombres enterrados en vida por una memoria selectiva, donde el dolor, traducido en nombre propio, yacía sepultado.

Y fue allí, dentro del espejo de su memoria histórica, oyendo retumbar el eco de la infinidad de nombres que fueron sellando su vida a fascículos, formando el diccionario personal de su experiencia, que sintió necesario rememorarlos, para evitar silenciar sus ríos, para entender el fluir del suyo. Ríos de vida, de caudales de rosas con sus espinas; aguas turbulentas, de discreta sedimentación.