viernes, 2 de junio de 2017

Historias de vagón

Se sonreía cuando me la cruzaba de frente. Así intercambiamos camino un tiempo; entre risas, que no eran las nuestras; sonrisas, que sí lo eran; y un silencio de fondo. La melodía de mis mañanas de pestañas pegadas y de piel de gallina en cuanto la sabía cerca. No me pertenecía nada, ni su nombre oculto en sus labios, ni su piel debajo de la ropa, ni sus palabras aterciopeladas acariciando el aire. 

Incluso la llegué a ver tocar el piano en alguna ocasión, fiel seguidor de sus pasos. Tocaba con la maestría propia de un artesano, como si moldeara barro para esculpir mariposas. Solía imaginar sus yemas en mi cuerpo, moldeándome a mí, hasta que de mi boca salía algo así como la música de las teclas, ondulante, mientras me tocaba suave y firme a la vez. Y yo me quedaba así, como con los ojos en blanco, imaginando, saboreando el cielo acaramelado que se abría ante mis labios, rozándolo con mi lengua una y otra vez.

Y entonces, los altavoces del tren anunciaban la próxima parada y con ella el fin de mi viaje. Una vez más. 
- La próxima vez le diré algo - pensaba.

Y pasó que llegó el día en que se le acabaron los trenes y los viajes. Ella siguió deambulando por otros lares y yo la perseguía, en sueños, como de costumbre, sediento de deseo y sin trenes que coger.

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