Algunas cosas solo se entienden con el tiempo. Primero, fue el abrir los ojos; descubrir que siempre había apostado por locales caros, adoraba el buen
servicio y el placer de los orgasmos culinarios, prefería la delicadeza de
tomar el té en tazas de porcelana, el lujo de subministrarse dosis de alegría
en cristal de swarovski. Codicioso de placeres efímeros, en pequeñas cantidades, fugaces y dispersos. Le encantaban los cócteles
de clase alta: sentimientos gélidos mezclados con sonrisas arcaicas y unos
cuantos gramos de zalamería, artillería de la buena para sucumbir a esa élite
aristócrata, el carnaval perenne al que nunca se debe asistir sin máscara. Se
encargaba de preparar los canapés; apostaba por lo clásico, puesto que era lo
eterno, sin olvidar un toque de actualidad para no levantar sospechas. Un
aficionado a los banquetes que no resultaba ser plato de buen gusto para nadie,
con la inocencia etiquetada en el gesto y la picardía escrita en el alma. De tanto
jugar a las apariencias tenía el guion interiorizado. Era una mirada hermética
con un corazón envasado al vacío refugiado en una coraza de acero.
Un alma cruda recubierta de forma corpórea con vestimenta ostentosa,
como sus intenciones, pero con un interior de humo, un suspiro hecho de aire,
de anhelo improductivo. Un vaho frío y húmedo que calaba los huesos, evaporándose
en el abismo del retumbar de unas palabras vacías pronunciadas sin ton ni son. Siempre
merodeando en el limbo entre un “quizás” venidero y un “adiós” incurable. Ilusiones
aterciopeladas que son ficciones de realidad en clave. Era la niebla que cubre
el corazón de la ciudad impidiendo el goce de sus vistas.
Lo arrojé a ese almacén interno repleto de delicias empaquetadas
con acuse de recibo pero sin fecha de caducidad. Me fumé el enigma de su
recuerdo, quería reducirlo a cenizas, a polvo, a nada. Cuando decidió seguir
andando, sus pasos no encontraron el impulso. Estaba solo, esposado a la cárcel
del tiempo; había perdido la llave de la
felicidad, y ésta, se le escapaba entre los dedos.