Irrumpió en la
sala con la intención de destruirlo todo. Sus andares pausados le acceleraban las pulsaciones. Hacía tiempo que no se manifestaba,
pero jamás mudaba en costumbres. Adoraba
hacer acto de presencia en los momentos más importantes y menos
oportunos; nunca faltaba a un banquete si intuía que podía ponerse las botas.
Su condición atemporal empezaba a dar la nota en el eje cronológico de su
asentada vida. Siempre fuera de lugar, tan indefinido, tan borroso; nunca comprendió
los acordes del tiempo: apostaba por irrumpir a su antojo en un pentagrama vital
en el que su presencia, fuera de tono, desafinaba la melodía. Vestía sus gestos
con ademanes insulsos, deseoso de
recuperar miradas extraviadas en el huir de unos sentimientos decuidados. Palabras rutinarias y sin aliñar transitaban por unos oídos, a estas alturas, inmunizados
a su inigualable tonalidad. Su nombre se
tambaleaba en el ámbar del olvido
mientras su esencia se consumía a fuego lento al filo del abismo. Su recuerdo,
mezclado con el polvo, ya no le sabía a nada. Los coágulos de lágrimas habían
fortalecido su ego y los motivos de su causa se habían evaporado. Ahora, ya
sólo quedaba el vacío abismal que se abría ante ellos, absorbiéndoles, sin posibilidad
de retorno. Ya no se leían miradas entre
líneas, ni se sonreían con deseo en la mirada. Quizás, porque el
único deseo restante era pasar página, cerrar capítulo. Por lo visto, una mirada
de perspectiva ludópata parecía no aceptarlo y seguía apostando en vano. Ella
se anticipaba, predecía y esquivaba sus jugadas. En un visto y no visto ganó el
juego, sin necesidad de esconderse el as bajo la manga. Ahora sólo ansiaba su
retirada. Tal vez, en el mismo abrir y cerrar de ojos en el que había entrado
en su vida, saliera de ella.
Como los buenos jugadores, nunca mostraba sus
cartas. Por eso, jamás comprendí si vino apostando por mí o quiso tentarme a su
apuesta. Él, cual buen perdedor, volvía a barajar las cartas.