martes, 6 de noviembre de 2012

Jugadas premeditadas



Irrumpió en la sala con la intención de destruirlo todo. Sus andares pausados le acceleraban las pulsaciones. Hacía tiempo que no se manifestaba, pero jamás mudaba en costumbres. Adoraba  hacer acto de presencia en los momentos más importantes y menos oportunos; nunca faltaba a un banquete si intuía que podía ponerse las botas. Su condición atemporal empezaba a dar la nota en el eje cronológico de su asentada vida. Siempre fuera de lugar, tan indefinido, tan borroso; nunca comprendió los acordes del tiempo: apostaba por irrumpir a su antojo en un pentagrama vital en el que su presencia, fuera de tono, desafinaba la melodía. Vestía sus gestos con ademanes insulsos, deseoso de recuperar miradas extraviadas en el huir de unos sentimientos decuidados. Palabras rutinarias y sin aliñar transitaban por unos oídos, a estas alturas, inmunizados a su inigualable tonalidad. Su nombre se tambaleaba en  el ámbar del olvido mientras su esencia se consumía a fuego lento al filo del abismo. Su recuerdo, mezclado con el polvo, ya no le sabía a nada. Los coágulos de lágrimas habían fortalecido su ego y los motivos de su causa se habían evaporado. Ahora, ya sólo quedaba el vacío abismal que se abría ante ellos, absorbiéndoles, sin posibilidad de retorno.  Ya no se leían miradas entre líneas, ni se sonreían con deseo en la mirada. Quizás, porque el único deseo restante era pasar página, cerrar capítulo. Por lo visto, una mirada de perspectiva ludópata parecía no aceptarlo y seguía apostando en vano. Ella se anticipaba, predecía y esquivaba sus jugadas. En un visto y no visto ganó el juego, sin necesidad de esconderse el as bajo la manga. Ahora sólo ansiaba su retirada. Tal vez, en el mismo abrir y cerrar de ojos en el que había entrado en su vida,  saliera de ella.
  
Como los buenos jugadores, nunca mostraba sus cartas. Por eso, jamás comprendí si vino apostando por mí o quiso tentarme a su apuesta. Él, cual buen perdedor, volvía a barajar las cartas.