Fue al atardecer de su
vida; tras haber tenido una auténtica cita consigo misma y mirarse al espejo, pudo
ver reflejada una imagen clara y distinta de sí misma. De sus ojos cristalinos brotaron
unos sentimientos tan transparentes que
apenas se dio cuenta cuando los hubo traspasado.
Ajena al mundo, se
recreó, tranquilamente, en su realidad paralela, mirando a través del espejo;
embriagada por el exótico aroma que desprendía el cementerio de tantos nombres
olvidados. Se paseó entre la multitud de urnas que poblaban aquel inusitado
lugar, distinguiendo, con mirada tardía, la singularidad de unas pocas, que con
menguadas semillas, tanto fruto le habían dado. Depositó en ésas algunas
flores, para que su recuerdo no dejara de perfumar sus días. Algunas tenían
limados los relieves; de otras, camufladas en la sombra, apenas se distinguía
inscripción alguna; víctimas del tiempo, o verdugos banales. Las delimitaba una
por una con sus refinados dedos, recordando, sintiendo, exprimiendo el polen para
fecundar su esencia. Algunas poseían letras en relieve, y con su lectura, el
recuerdo de algún nombre evocaba la forma corpórea de un pasajero en vida
que, durante unos instantes, tenía el privilegio de navegar a bordo de su melancolía
dormida. En otras crecían malas hierbas, autosuficientes, de nombres enterrados
en vida por una memoria selectiva, donde el dolor, traducido en nombre propio,
yacía sepultado.
Y fue allí, dentro del
espejo de su memoria histórica, oyendo retumbar el eco de la infinidad de
nombres que fueron sellando su vida a fascículos, formando el diccionario
personal de su experiencia, que sintió necesario rememorarlos, para evitar
silenciar sus ríos, para entender el fluir del suyo. Ríos de vida, de caudales
de rosas con sus espinas; aguas turbulentas, de discreta sedimentación.