Al parecer,
tenía el corazón graduado por una luz de señales ficticias. Una mirada cóncava
invertía sus realidades. Nunca la quiso, de hecho, aún guardaba los restos de
otro amor en latas de conserva, pero nadie sabía dónde, ni siquiera ella.
Camuflaba los pálpitos de su soledad al son de
unos gestos ufanos mezclados con unos sentimientos de andar por casa.
Dulce por fuera, amargo por dentro; pintaba con lágrimas la fragilidad y al
mismo tiempo la adornaba con sonrisas artificiales, un truco de magia con el
que intentaba engañar al gentío, y de paso a sí mismo, pero no a mí, que le
observaba desde hacía ya demasiado tiempo.
Su mirada desgastada fue incapaz de sostenerse
ante las interrogantes flechas de la mía; cohibida, parecía resistirse al
magnetismo incesante que trataba de enlazarlas. Tras una lectura rápida de lo
acaecido, que hasta entonces ignoraba, presencié la más cómica de las
representaciones teatrales: El silencio se interpuso entre nosotros y ambos lo
tomamos de la mano; cobardía y orgullo permanecieron extasiados por él, por un
silencio que, incrédulo, gritaba de rabia. De vez en cuando, él balbuceaba unas
frías palabras de cortesía que, sin éxito, pretendían disuadir la incómoda
situación del encuentro. Palabras de amargura, que mis oídos saturados,
supuraban. Paulatinamente, el silencio dejó de romperse y esas frías palabras
terminaron por congelarse. Entonces, afloraron los nervios, se rompió una copa
y los cristales cayeron a mis pies, partiéndose en mil pedazos; aunque, por
supuesto, no iba a ser lo último que se rompiera aquella noche.
Fue en el
instante en que me miró a los ojos, que la verdad salpicó mi rostro,
extendiéndose por todas partes, llenando cada rincón. Fue el último
acto. Ella, airada, agarró su mano mientras le alejaba de allí. Él se dejó
llevar, cegado, absorto, y salió del bar sin decir una palabra. No hubo
despedida; pero a fin de cuentas, tampoco hubo final. El teatro bajó el telón, y
entonces, vinieron los aplausos. La
actuación sí había terminado. Dicen que la mirada es el espejo del alma, y por lo
visto, algunas miradas tatúan lo innegable.